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viernes, 6 de noviembre de 2009

La achirana del Inca

En 1412 el inca Pachacutec, acompañado de su hijo el príncipe imperial Yupanqui y de su hermano Capac-Yupanqui, emprendió la conquista del valle de Ica, cuyos habitantes, si bien de índole pacífica, no carecían de esfuerzos y elementos para la guerra. Comprendiolo así el sagaz monarca, y antes de recurrir a las armas propuso a los iqueños que se sometiesen a su paternal gobierno. Aviniéronse éstos de buen grado, y el inca y sus cuarenta mil guerreros fueron cordial y espléndidamente recibidos por los naturales.Visitando Pachacutec el feraz territorio que acababa de sujetar a su dominio, detúvose una semana en el pago llamado Tate. Propietaria del pago era una anciana a quien acompañaba una bellísima doncella, hija suya.El conquistador de pueblos creyó también de fácil conquista el corazón de la joven; pero ella, que amaba a un galán de la comarca, tuvo la energía, que sólo el verdadero amor inspira, para resistir a los enamorados ruegos del prestigioso y omnipotente soberano.Al fin, Pachacutec perdió toda esperanza de ser correspondido, y tomando entre sus manos las de la joven, la dijo, no sin ahogar antes un suspiro:-Quédate en paz, paloma de este valle, y que nunca la niebla del dolor tienda su velo sobre el cielo de tu alma. Pídeme alguna merced que a ti y a los tuyos haga recordar siempre el amor que me inspiraste.-Señor -le contestó la joven, poniéndose de rodillas y besando la orla del manto real-, grande eres y para ti no hay imposible. Venciérasme con tu nobleza, a no tener ya el alma esclava de otro dueño. Nada debo pedirte, que quien dones recibe obligada queda; pero si te satisface la gratitud de mi pueblo, ruégote que des agua a esta comarca. Siembra beneficios y tendrás cosecha de bendiciones. Reina, señor, sobre corazones agradecidos más que sobre hombres que, tímidos, se inclinan ante ti, deslumbrados por tu esplendor.-Discreta ores, doncella de la negra crencha, y así me cautivas con tu palabra como con el fuego de tu mirada. ¡Adiós, ilusorio ensueño de mi vida! Espera diez días, y verás realizado lo que pides. ¡Adiós, y no te olvides de tu rey!Y el caballeroso monarca, subiendo al anda de oro que llevaban en hombros los nobles del reino, continuó su viaje triunfal.Durante diez días los cuarenta mil hombres del ejército se ocuparon en abrir el cauce que empieza en los terrenos del Molino y del Trapiche y termina en Tate, heredad o pago donde habitaba la hermosa joven de quien se apasionara Pachacutec.El agua de la achirana del Inca suministra abundante riego a las haciendas que hoy se conocen con los nombres de Chabalina, Belén, San Jerónimo, Tacama, San liarán, Mercedes, Santa Bárbara, Chanchajaya, Santa Elena, Vista-alegre, Sáenz, Parcona, Tayamana, Pongo, Pueblo Nuevo, Sonumpe y, por fin, Tate.Tal, según la tradición, es el origen de la achirana, voz que significa lo que corre limpiamente hacia lo que es hermoso.

viernes, 23 de octubre de 2009

Naymlap y el origen de los Señores de Lambayeque.



CUESTIONARIO PARA TRABAJO DE PLAN LECTOR


1. ¿De qué trata el mito de los Señores de Lambayeque?
2. ¿Describe la comitiva que acompañaba al Gran Señor de Lambayeque?
3. ¿Dónde construyeron su palacio y y cómo se llamó?
4. ¿Qué era Yampallec y qué significaba esa palabra?
5. ¿Qué pasó con Naymlap? ¿Qué hicieron creer sus más allegados servidores y por qué?
6. ¿Qué hicieron sus seguidores al enterarse de su partida?
7. ¿Quién heredó el trono cuando Naymlap abandonó la tierra y qué pasó con él?
8. ¿Qué pasó cuando el valle de Lambayeque quedó sin un único gobernante?
9. Ilustra el tema.

INTRODUCCIÓN:

El Mito de Naymlap o Naylamp narra el origen de los gobernantes de Lambayeque y sus ciudades quienes señorearon en la costa norte del Perú entre los años 700 a 1300 d.C., época en la que fueron conquistados por sus vecinos los Chimú, quienes en 1450 fueron, a su vez, conquistados por los Incas y finalmente por los españoles en 1535. Martín Farrochumbi, cacique de Túcume (descendiente de los gobernantes de Lambayeque) narra esta historia a Miguel Cabello de Balboa, cronista español, que la publica en 1586 como parte de su obra "Miscelánea Antártica".
El texto que a continuación te presento es una adaptación del texto original(1):






Naymlap y los Señores de Lambayeque






Cuentan los pobladores de Lambayeque que en tiempos tan antiguos que ya se perdió la cuenta de cuantos fueron arribó de la parte suprema(2) del Perú a estas costas una gran flota de balsas comandada por un gran señor, hombre de mucho valor y calidad llamado Naymlap.
Viajaba acompañado por una numerosa comitiva que lo seguía con reverencia y adoración como a gran caudillo. Estaba su esposa, llamada Ceterni, un numeroso harén, cuarenta de sus más valientes capitanes, el trompetero oficial (uno de los cargos más prestigiosos) llamado Pita Zofi, quien se encargaba de hacer sonar el pututo(3), Ñinacola, encargado del cuidado del anda y trono de Naymlap, Ñinagintue, encargado de la bebida, Fonga Sigde, quien tenía por misión esparcir polvo de mullu(4) por donde pisaría su señor, Occhocalo, el cocinero, Xam Muchec quien pintaba el rostro de Naymlap. Lo bañaba, adornaba y untaba con finas esencias, Ollop-copoc. Tejía y bordaba para su señor y elaboraba camisas y mantas usando la fina y complicada técnica de la aplicación con plumas de vivos colores Llapchiluli, muy querido por su Señor Naymlap, además de una numerosa y casi incontable muchedumbre.
Pintura que representa el arribo de Naymlap, expuesto en el museo de sitio del complejo arqueológico de Chan Chan, Trujillo - Perú.
Desembarcaron cerca a la desembocadura del río Faquisllanga, de allí caminaron media legua tierra adentro buscando un buen lugar para asentarse. Al encontrar el lugar adecuado construyeron un palacio al que llamaron Chot y en el lugar principal colocaron a Yampallec, figura esculpida en piedra verde que trajeron consigo y que representa la imagen del mismo Naymlap. Yampallec significa figura y estatua de Naymlap.
Pasaron los años viviendo en paz, procrearon muchos hijos y nietos, construyeron casas, labraron la tierra y le tomaron mucho cariño a su nuevo terruño. Pero el tiempo no perdona y la muerte visita al gran Naymlap. Por temor a que no se entienda la mortalidad del caudillo y Señor lo enterraron a escondidas y publicaron por todas parte que con prodigioso poder se había convertido en ave y había volado lejos de allí. Consternados y muy dolidos quedaron sus más cercanos y leales seguidores, los que viajaron con él desde la parte suprema del Perú. No podían comprender por qué su amado señor Naymlap los había abandonado. Presos de la desesperación no dudaron en abandonar casa y familia, hijos, nietos, tierras y salieron apresuradamente, sin guía ni orden, a buscar a Naymlap y se juraron no regresar hasta encontrarlo y traerlo de regreso así tengan que ir hasta donde nadie había llegado. Nunca más se supo de ellos.
Al irse en busca de Naymlap, al que creían desaparecido, todos los que vinieron con él, quedó la tierra poblada sólo por los que habían nacido en ella. Lo sucedió a Naymlap su hijo Cium, que se casó con una hermosa joven llamada Zolzoloñi y en ella y otras mujeres tuvo doce hijos varones y cada uno de ellos fundó una numerosa familia. Uno de ellos llamado Nor, se fue al valle de Cinto, otro llamado Cala al valle de Túcume, otro más al valle de Collique y los demás a diversos lugares. Llapchillulli, hombre muy cercano a Naymlap y que arribó a Lambayeque acompañándolo se mudó al valle de Jayanca donde se asentó y enraizó.
Cium vivió muchos años y sintiéndose morir bajó por propia voluntad a una habitación subterránea donde estuvo hasta que murió, pues no quería que se supiese que era mortal y más bien quería que lo crean inmortal y divino.
Luego gobernó una larga lista de herederos como Mascuy, Cuntipallec, Allascunti, Nofan Nech, Mulumuslan, Llamecol, Lanipat Cum y Acunta. Finalmente gobernó Fempellec quien tuvo la desdichada idea de trasladar a Yampallec de Chot, donde Naymlap lo colocó. Se cuenta que cuando buscaba otro lugar para llevarse al ídolo el demonio disfrazado de mujer se le presentó y lo sedujo. En castigo sobrevinieron 30 días de torrenciales lluvias seguidos de un año de cruel sequía, esterilidad y hambre. Reunidos los sacerdotes y hombres principales que adoraban a Yampallec comprendieron que las penurias que padecían eran por los errores cometidos por Fempellec, por eso, dejando a un lado el temor y respeto que se tiene a los Señores, lo ataron de pies y manos y lo arrojaron a lo profundo del mar. Y este fue el final de la línea y descendencia de Naymlap.
Quedó el valle de Lambayeque sin un único gobernante hasta que desde el sur llegó un poderoso Señor guerrero, Chimú Capac, Curaca (gobernante) del Imperio Chimú quién reunificó y anexó para sus dominios este. Impuso como gobernador de Lambayeque a Pongmasa, natural de Chimú, quién al morir dejó en su cargo a Oxa, su hijo, que fue el primero en tener noticias de los Incas del Cusco, grandes conquistadores, y desde entonces vivieron con el temor de ser despojados. Le sucede su hijo Llempisan, quién conoció del poder de los Incas. Luego gobernó Chullumpisan, al que sucedió su hermano Cipromarca y luego otro hermano menor llamado Fallenpisan. Luego vino Efquempisan, seguido de Secfunpisan en cuyo gobierno llegaron al Perú los conquistadores españoles y se adueñaron del valle de Lambayeque y de todo lo demás.







(1)
Miguel Cabello Valboa. Miscelánea Antártica, una Historia del Peru Antiguo (1586). Versión Original del Instituto de Etnología de la Facultad de Letras - Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Lima, 1951. pp. 326-330.
(2)
Para algunos autores "parte suprema" significa que provenían del norte, pero para otros autores significa que provenian del sur. Quien escuchó y escribió esta leyenda contada de propia boca por Martín Farrochumbi interpretó como parte suprema al sur, pues ellos (los españoles) viajaban de norte a sur, siendo la parte suprema lo que tenían por delante.
(3)
Trompeta fabricada del caracol marino Strombus sp.
(4)
El Mullu (Spondylus sp.) es un molusco bivalvo de aguas calientes que vive principalmente en las aguas cálidas que bañan las costas del actual país de Ecuador, al norte del Perú. Desde épocas muy antiguas (3000 años a.C.) es usado como ofrenda en las principales ceremonias y como materia prima en la fabricación de joyas y adornos.

martes, 22 de setiembre de 2009

Hebaristo, el sauce que murió de amor

Hebaristo, el sauce que murió de amor
de Abraham Valdelomar


I

Inclinado al borde de la parcela colindante con el estéril yermo, rodeado de yerbas santas y llantenes, viendo correr entre sus raíces que vibraban en la corriente, el agua fría y turbia de la acequia, aquel árbol corpulento y lozano aún, debía llamarse Hebaristo y tener treinta años. Debía llamarse Hebaristo y tener treinta años, porque había el mismo aspecto cansino y pesimista, la misma catadura enfadosa y acre del joven farmacéutico de El amigo del pueblo, establecimiento de drogas que se hallaba en la esquina de la Plaza de Armas, junto al Concejo Provincial, en los bajos de la casa donde, en tiempos de la Independencia, pernoctara el coronel Marmanillo, lugarteniente del Gran Mariscal de Ayacucho, cuando, presionado por los realistas, se dirigiera a dar aquella singular batalla de la Macacona. Marmanillo era el héroe de la aldea de P. porque en ella había nacido, y, aunque a sus puertas se realizara una poco afortunada escaramuza, en la cual caballo y caballero salieron disparados al empuje de un puñado de chapetones, eso, a juicio de las gentes patriotas de P., no quitaba nada a su valor y merecimientos, pues era sabido que la tal escaramuza se perdió porque el capitán Crisóstomo Ramírez, dueño hasta el año 23 de un lagar y hecho capitán de patriotas por Marmanillo, no acudió con oportunidad al lugar del suceso. Los de P. guardaban por el coronel de milicias recuerdo venerado. La peluquería llamábase Salón Marmanillo; la encomendería de la calle Derecha, que después se llamó calle 28 de Julio tenía en letras rojas y gordas, sobre el extenso y monótono muro azul, el rótulo Al descanso de Marmanillo; y por fin en la sociedad Confederada de Socorros Mutuos, había un retrato al óleo, sobre el estrado de la "directiva", en el cual aparecía el héroe con su color de olla de barro, sus galones dorados y una mano en la cintura, fieles traductores de su gallardía miliciana.
Digo que el sauce era joven, de unos treinta años y se llamaba Hebaristo, porque como el farmacéutico tenía el aire taciturno y enlutado, y como él, aunque durante el día parecía alegrarse con la luz del sol, en llegando la tarde y sonando la oración, caía sobre ambos una tan manifiesta melancolía y un tan hondo dolor silencioso, que eran "de partir el alma", Al toque de ánimas Hebaristo y su homónimo el farmacéutico, corrían el mismo albur. Suspendía éste su charla en la botica, caía pesadamente sobre su cabeza semicalva el sombrero negro de paño, y sobre el sauce de la parcela posaba el de todos los días gallinazo negro y roncador. Luego la noche envolvía a ambos en el mismo misterio y, tan impenetrable era entonces la vida del boticario cuanto ignorada era la suerte de Hebaristo, el sauce...

II

Evaristo Mazuelos, el farmacéutico de P. y Hebaristo, el sauce fúnebre de la parcela, eran dos vidas paralelas; dos cuerdas de una misma arpa; dos ojos de una misma misteriosa y teórica cabeza; dos brazos de una misma desolada cruz; dos estrellas insignificantes de una misma constelación. Mazuelos era huérfano y guardaba, al igual que el sauce, un vago recuerdo de sus padres. Como el sauce era árbol que sólo servía para cobijar a los campesinos a la hora cálida del medio día, Mazuelos sólo servía en la aldea para escuchar la charla de quienes solían cobijarse en la botica; y así como el sauce daba una sombra indiferente a los gañanes mientras sus raíces rojas jugueteaban en el agua de la acequia, así él oía con desganada abnegación la charla de otros, mientras jugaba, el espíritu fijo en una idea lejana, con la cadena de su reloj, o hacía con su dedo índice gancho a la oreja de su botín de elástico, cruzadas, una sobre otra, las enjutas magras piernas.
Habíase enamorado Mazuelos de la hija del juez de primera instancia, una chiquilla de alegre catadura, esmirriada y raquítica, de ojos vivaces y labios anémicos, nariz respingada y cabello de achiote, vestida a pintitas blancas sobre una muselina azul de prusia, que pasó un mes y días en P. y allí los hubiera pasado todos si su padre el doctor Carrizales no hubiera caído mal al secretario de la subprefectura, un tal De la Haza, que era, aun tiempo, redactor de la La Voz Regionalista, singular decano de la prensa de P. El doctor Carrizales, magüer de su amistad con el jefe de la región, hubo de salir de P. y dejar la judicatura a raíz de un artículo editorial de La Voz Regionalista titulado "¿Hasta cuándo?", muy vibrante y tendencioso, en el cual se recordaban, entre otras cosas desagradables, ciertos asuntos sentimentales relacionados con el nombre, apellido y costumbres de su esposa, por esos días ya finada, desgraciadamente. La hija del juez había sido el único amor del farmacéutico cuyos treinta años se deslizaron esperando y presintiendo a la bienamada. Blanca Luz fue para Mazuelos la realización de un largo sueño de veinte años y la ilustración tangible y en carne de unos versos en los cuales había concretado Evaristo, toda su estética.
Los versos de Mazuelos era, como se verá, el presentido retrato de la hija del doctor Carrizales; y empezaban de esta manera:

Como una brisa para el caminante ha de ser
la dulce dama a quien mi amor entregue
quiera el fúnebre Destino que pronto llegue
a mis tristes brazos, que la están esperando, la dulce mujer...

Bien cierto es que Mazuelos desvirtuaba un poco la técnica en su poesía; que hablando de sus brazos en el tercer pie del verso les llama "tristes" cosa que no es aceptable dentro de un concepto estricto de la poética; que la frase "que la están esperando" está íntegramente demás en el último verso, pero ha de considerarse que sin este aditamento, la composición carecería de la idea fundamental que es la idea de espera, y, que el pobre Evaristo, había pasado veinte años de su vida en este ripio sentimental: esperando.
Blanca Luz era pues, al par, un anhelo de farmacéutico. Era el ideal hecho carne, el verso hecho verdad, el sueño transformado en vigilia, la ilusión que, súbitamente, se presentaba a Evaristo, con unos ojos vivaces, una nariz respingada, una cabellera de achiote; en suma: Blanca Luz era, para el farmacéutico de El amigo del pueblo, el amor vestido con una falda de muselina azul con pintitas blancas y unas pantorrillas, con medias mercerizadas, aceptables desde todo punto de vista...

III

Hebaristo, el melancólico sauce de la parcela, no fue, como son la mayoría de los sauces, hijo de una necesidad agrícola; no. El sauce solitario fue hijo del azar, del capricho, de la sin razón. Era el fruto arbitrario del Destino. Si aquel sauce en vez de ser plantado en las afueras de P., hubiera sido sembrado como era lógico, en los grandes saucedales de las pequeñas pertenencias, su vida no resultara tan solitaria y trágica. Aquel sauce, como el farmacéutico de El Amigo del pueblo, sentía, desde muchos años atrás, la necesidad de un afecto, el dulce beso de una hembra, la caricia perfumada de una unión indispensable. Cada caricia del viento, cada ave que venía a posarse en sus ramas florecidas hacía vibrar todo el espíritu y cuerpo del sauce de la parcela. Hebaristo, que tenía sus ramas en un florecimiento núbil, sabía que en las alas de la brisa o en el pico de los colibrís, o en las alas de los chucracos debían venir el polen de su amor, pero los sauces que el destino le deparaba debían estar muy lejos, porque pasó la primavera y el beso del dorado polen no llegó hasta sus ramas florecidas.
Hebaristo, el sauce de la parcela, comenzó a secarse, del mismo modo que el joven y achacoso farmacéutico de El Amigo del Pueblo. Bajo el cielo de P., donde antes latía la esperanza, cernió sus alas fúnebres y estériles la desilusión.

IV

Envejeció Evaristo, el enamorado boticario, sin tener noticia de Blanca Luz. Envejeció Hebaristo, el sauce de la parcela viendo secarse, estériles, sus flores en cada primavera. Solía, por instinto, Mazuelos, hacer una excursión crepuscular hasta el remoto sitio donde el sauce, al borde del arroyo, enflaquecía. Sentábase bajo las ramas estériles del sauce, y allí veía caer la noche. El árbol amigo que quizás comprendía la tragedia de esa vida paralela, dejaba caer sus hojas sobre el cansino y encorvado cuerpo del farmacéutico.
Un día el sauce, familiarizado ya con la compañía doliente de Mazuelos, esperó y esperó en vano. Mazuelos no vino. Aquella misma tarde un hombre, el carpintero de P. llegó con tremenda hacha e hizo temblar de presentimientos al sauce triste, enamorado y joven. El del hacha cortó el hermoso tronco de Hebaristo, ya seco, despojándolo de las ramas lo llevó al lomo de su burro hacia la aldea, mientras el agua del arroyo lloraba, lloraba, lloraba: y el tronco rígido, sobre el lomo del asno, se perdía en los baches y lodazales de la Calle Derecha, para detenerse en la Carpintería y confección de ataúdes de Rueda e hijos…

V

Por la misma calle volvían ya juntos, Mazuelos y Hebaristo. El tronco del sauce sirvió para el cajón del farmacéutico. La Voz Regionalista, cuyo editorial "¿Hasta Cuándo?", fuera la causa de la muerte prematura, lloraba ahora la desaparición del "amigo noble y caballeroso, empleado cumplidor y ciudadano integérrimo", cuyo recuerdo no moriría entre los que tuvieron la fortuna de tratarlo y sobre cuya tumba, (el joven de la Haza) ponía las siemprevivas, etc.
El alcalde municipal señor Unzueta, que era a un tiempo propietario de El amigo del pueblo, tomó la palabra en el cementerio y su discurso, que se publicó más tarde en La Voz Regionalista, empezaba: "Aunque no tengo las dotes oratorias que otros, agradezco el honroso encargo que la Sociedad de Socorros Mutuos ha depositado en mí, para dar el último adiós al amigo noble y caballeroso, al empleado cumplidor y al ciudadano integérrimo, que en este ataúd de duro roble"... y concluía: "¡Mazuelos! Tú no has muerto. Tu memoria vive entre nosotros. Descansa en paz"

VI

Al día siguiente el dueño de la Carpintería y confección de ataúdes de Rueda e hijos, llevaba al señor Unzueta una factura:
El señor N. Unzueta a Rueda e hijos... Debe... por un ataúd de roble... soles 18.70.
–Pero si no era de roble –arguyó Unzueta– Era de sauce...
–Es cierto –repuso la firma comercial Rueda e hijos– es cierto; pero entonces ponga Ud. sauce en su discurso... y borre el duro roble...
–Sería una lástima –dijo Unzueta pagando– sería una lástima; habría que quitar toda la frase: "al ciudadano integérrimo que en este ataúd de duro roble"... Y eso ha quedado muy bien, lo digo sin modestia... ¿no es verdad Rueda?
–Cierto, señor Alcalde –respondió la voz comercial Rueda e hijos.

jueves, 27 de agosto de 2009

CUENTO: EL HIPOCAMPO DE ORO DE ABRAHAM VALDELOMAR PINTO


Como la cabellera de una bruja tenía su copa la palmera que, con las hojas despeinadas por el viento, semejaba un bersaglieri vigilando la casa de la viuda. La viuda se llamaba la señora Glicina. La brisa del mar había deshilachado las hermosas hojas de la palmera; el polvo salitroso, trayendo el polvo de las lejanas islas, habíala tostado de un tono sepia y, soplando constantemente, había inclinado un tanto la esbeltez de su tronco. A la distancia nuestra palmera dijérase el resto de un arco antiguo suspendiendo aún el capitel caprichoso.
La casa de la señora Glicina era pequeña y limpia. En la aldea de pescadores ella era la única mujer blanca entre los pobladores indígenas. Alta, maciza, flexible, ágil, en plena juventud, la señora Glicina tenía una tortuga. Una tortuga obesa, desencantada, que a ratos, al medio día, despertábase al grito gutural de la gaviota casera; sacaba de la concha facetada y terrosa la cabeza chata como el índice de un dardo; dejaba caer dos lágrimas por costumbre, más que por dolor; escrutaba el mar; hacía el de siempre sincero voto de fugarse al crepúsculo y con un pesimismo estéril de filosofía alemana, hacíase esta reflexión:
–El mundo es malo para con las tortugas.
Tras una pausa agregaba:
–La dulce libertad es una amarga mentira...
Y concluía siempre con el mismo estribillo, hondo fruto de su experiencia.
Metía la cabeza bajo el romo y facetado caparazón de carey y se quedaba dormida.
Pulcro, de una pobreza solemne y brillante, era el pequeño rancho de la señora Glicina, cuyas pupilas eran negras y pulidas como dos espigas, y tan grandes que apenas podía verse un pequeño triángulo convexo entre éstas y los párpados. Sus ojos eran en suma, como los de los venados. Blanca era su piel como la leche oleosa de los cocos verdes; mas con ser armoniosa como una ola antes de reventar, se notaba en la señora Glicina una belleza en camino, una perfección en proceso, algo que parecía que iba a congelarse en una belleza concreta. Se diría el boceto en barro para una perfecta estatua de mármol.
Mas la señora Glicina no era feliz: viuda y estéril. Decir viuda no es más que decir que su amor había muerto, porque en aquella aldea de la costa marina el matrimonio era cosa de poca importancia. Un día había aparecido en el lejano límite del mar un barco extraño. Era como un antiguo galeón de aquellos en que Colombo emprendiera la conquista del Nuevo Mundo. Cuadradas y curvas velas, pequeños mástiles, proa chata y áurea sobre la cual se destacaba un monstruo marino. La nave llegó a la orilla en el crepúsculo pero no tenía sino un tripulante, un gallardo caballero, de brillante armadura, fiel retrato del Príncipe Lohengrin, el rutilante hijo de Parsifal. Aquella noche el caballero pernoctó en la casa de la señora Glicina. Durmió con ella sin que ella le preguntara nada, porque ambos tenían la conciencia de que eran el uno para el otro, se habían presentido, se necesitaban, se confundieron en un beso, y, al alba, la dorada nave se perdió en la neblina con su gallardo tripulante. Aquel amor breve fue como la realización de un mandato del Destino. Y la señora Glicina fue desde ese momento la viuda de la aldea.

Pasaron tres años, tres meses, tres semanas, tres noches. Y al cumplirse esta fecha, la señora Glicina se encaminó por la orilla, hacia el sur. Poco a poco fue alejándose de su vista el caserío. Las chozas de caña y estera fueron empequeñeciéndose; las palmeras, a la distancia, parecían menos esbeltas y se difuminaban en el aire caliente que salía del arenal brillante como en acción de gracias al sol. Las barcas, con sus velas triangulares, se recortaban sobre la línea del mar y parecían pequeñas sobre la rizada extensión. La señora Glicina iba dejando sobre la orilla húmeda las delicadas huellas de sus pies breves.
–¿A dónde vas, señora? –le dijo un viejo pescador de perlas–. No avances más porque en este tiempo suele salir del mar el Hipocampo de oro en busca de su copa de sangre.
–¿Y cómo sabré yo si ha salido el Hipocampo de oro? – interrogó la señora Glicina.
–Por las huellas fosforescentes que deja en la arena húmeda, cuando llega la noche...
Avanzaba la viuda y encontró un pescador de corales:
– ¿A dónde vas, señora? – le dijo. – ¿No tienes miedo al Hipocampo de oro? A estas horas suele salir en busca de sus ojos – agregó el mancebo.
–¿Y cómo sabré yo si ha salido el Hipocampo de oro?
– En el mar se oye su silbido estridente cuando cae la noche y crece el silencio.
Caminaba la viuda y encontró a un niño pescador de carpas:
–¿A dónde vas, señora? – le interrogó –. No tardará en salir el Hipocampo de oro por el azahar del Durazno de las dos almendras. . .
–¿Y cómo sabré yo dónde sale el Hipocampo de oro?
–En el silencio de la noche cruzará un pez con alas luminosas antes que él aparezca sobre el mar...
Caminaba la viuda. Ya se ponía el sol. En la tarde púrpura, su silueta se tornaba azulina. Caía la noche cuando la viuda se sentó a esperar en una pequeña ensenada. Entonces comenzó a encenderse una huella en la húmeda orilla. Un pez luminoso brilló sobre las olas, un silbido estridente agujereó el silencio. La luna cortada en dos por la línea del horizonte, se veía clara y distinta. Un animal rutilante surgió de entre las aguas agitadas y, en las tinieblas, su cuerpo parecía nimbado como una nebulosa en una noche azul. Tenía una claridad lechosa y vibrante. Chasqueó las olas espumosas y empezó a llorar desconsoladamente.
–Oh, desdichado de mí – decía – soy un rey y soy el más infeliz de mi reino. ¡Cuánto más dichosa es la carpa más ruin de mis estados!
–¿Por qué eres tan desdichado, señor? – interrogó la viuda –. Un rey bien puede darse la felicidad que quiera. Todos sus deseos serán cumplidos. Pide a tus súbditos la felicidad y ellos te la darán...
–Ah, gentil y bella señora – repuso el Hipocampo de oro –. Mis súbditos pueden darme todo lo que tienen, hasta su vida que es suya, pero no la felicidad. ¿Qué me va en estos criaderos de perlas negras que me sirven de alfombras? ¿De qué me sirven los corales de que está fabricado mi palacio en el fondo de las aguas sin luz? ¿Para qué quiero los innúmeros ejércitos de lacmas que iluminan el oscuro fondo marino cuando salgo a visitar mi reino? ¿De qué los bosques de yuyos cuyas hojas son como el cristal de mil colores? Yo puedo hacer la felicidad de todos los que habitan en el mar, pero ellos no pueden hacer la mía, porque siendo yo el rey tengo distintas necesidades y deseos distintos de mis siervos; tengo distinta sangre.
–¿Y qué necesidades son esas, señor Hipocampo de oro? – interesose la señora Glicina.
–Es el caso, señora mía –agregó éste– que tengo una conformación orgánica algo extraña. Sólo hay un Hipocampo, es decir, sólo hay una familia de Hipocampos. Se encuentran en el fondo del mar toda clase de seres; verdaderos ejércitos de ostras, campas, anguilas, tortugas... Hipocampos no habernos sino nosotros.
–¿Y vuestros siervos saben que vos padecéis tales necesidades?
–Esa es mi fortuna; que no lo sepan. Si mis siervos supieran que su rey podía tener deseos insatisfechos, cosas inaccesibles, perderían todo respeto hacia la majestad real y me creerían igual a ellos. Mi reino caería hecho pedazos. Y a pesar de todos los dolores, señora mía, ser rey es siempre un grato consuelo, una agradable preeminencia...
Y agregó con profunda tristeza:
–No hay más grande dolor que ser rey, por la sangre y por el espíritu, y vivir rodeado de plebeyas gentes, sin una corte siquiera, capaz de comprender lo que es el alma de un rey.
–¿Y se puede saber, señor Hipocampo de oro, en qué consisten esas necesidades y cuál es la causa de tan doloridas quejas?
Acercose a la orilla el Hipocampo de oro; alisóse las aletas de plata incrustadas de perlas grandes como huevos de paloma y a flor de agua, mientras su cola se agitaba deformándose en la linfa, dijo:
–Me ocurre, señora mía, una cosa muy singular. Mis ojos, mis bellos ojos –y se los acarició con la cresta de una ola– mis bellos ojos no son míos....
–¿No son vuestros, señor Hipocampo de oro? – exclamó asustada la viuda.
–Mis bellos ojos no son míos –agregó bajando la cabeza mientras un sollozo estremecía su dorado cuerpo–. Estos ojos que veis no me durarán sino hasta mañana, a la hora en que el horizonte corte en la mitad el disco del sol. Cada luna, yo debo proveerme de nuevos ojos y si no consigo estos ojos nuevos volveré a mi reino sin ellos. No sólo es esto. Cada luna yo debo proveerme de mi nueva copa de sangre, que es la que da a mi cuerpo esta constelada brillantez; y si no la consigo volveré sin luz. Cada luna debo proveerme del azahar del durazno de las dos almendras que es lo que me da el poder de la sabiduría para mantener sobre mí la admiración de mi pueblo y si no le consigo volveré sin elocuencia y sería el último de los peces yo que soy primero de los reyes. Mis súbditos no necesitan la sabiduría e ignoran dónde se nutre, de dónde viene la luz; no comprenden la belleza e ignoran dónde reside el secreto de los ojos...
La señora Glicina guardó silencio un breve instante y el Hipocampo continuó:
–Mi vida, señora, es una sucesión de dolor y de felicidad, es una constante lucha. Mi placer, mi inefable placer consiste en buscar nuevos ojos; buscarlos, mirarlos, amarlos y luego... robarlos, tenerlos para mí, poseerlos. ¡Gozarlos durante una luna, una luna íntegra! Mas luego viene la tortura; en los últimos días mi felicidad se opaca, tengo el temor de perderlos, sé que van a concluirse, que sólo han de durarme un tiempo determinado, y que tendré que sufrir, que buscar otros, que comenzar de nuevo. ¡Y si sólo fuesen los ojos! ¡Pero y la copa de sangre! ¡Y el azahar del durazno! ¡Ya veis qué tortura! Un dolor que se renueva cada veintiocho días. Una felicidad tan breve. Pero creedme: bien vale el placer tal sacrificio. Bien cierto es que no hay angustia más grande que la mía mientras estoy buscando los nuevos ojos, pero cuando los encuentro, cuando gozo con aquel estado de duda, cuando veo los que son para mí –porque yo comprendo cuáles ojos me están predestinados desde que los veo– cuando recibo su primera mirada, cuando a través de la distancia los nuevos ojos clavan en los míos sus rayos inteligentes, elocuentes, fascinantes...
–¿Habéis cambiado ya muchos ojos?
–Tantos como lunas llevo vividas. Sabed que los Hipocampos somos más longevos que las tortugas. Yo he tenido ojos azules, azules como el cielo, como el agua clara, como esas noches que dejan ver la vía láctea, azules como el borde de las conchas que crecen en la desembocadura de los grandes ríos. Con ellos veía yo todo azul, azul, azul.... ¿Os ocurre lo mismo? –preguntó con una cortesía verdaderamente real.
–Continuad, continuad...
–He tenido ojos verdes como las algas que crecen al pie de los muros de mi palacio y que son las que dan al mar ese color verde que admiráis tanto, señora. Los he tenido negros, negros como el fondo del mar, como un pecado, como la noche, como la germinación de un crimen, como una deslealtad, como el alma de la sombra, negros como esta perla en la cual termina mi cuerpo torneado –dijo con vanidoso acento–. Y amarillos, y pardos y... ¡todos eran tan bellos!
Dos ojos iban sobre el motivo de estos versos:
... De un melocotonero
tal el primer y sazonado fruto,
velloso y perfumado en cuya pulpa
la fibra es miel y carne
baja la Primavera rosa y áurea!
–¡Se acostumbra uno tanto! ¡Después de haber encontrado las pupilas nuevas ya es imposible la paz. Es tan dulce alcanzarlas, que nada importa la angustia que cuesta conseguirlas. Pudiera sufrir diez veces más en este empeño y siempre la felicidad excedería al sufrimiento. El mismo sufrimiento cuando es por un par de pupilas nuevas llega a parecerme una felicidad. Es como... no sabría deciros, señora... pero es el amor, es más que el amor, más, mucho más. Tenéis vosotros, los seres de la tierra, un concepto tan limitado de las cosas!...
Luego, cambiando de tono, recostaba la cabeza sobre un banco de arena, abandonando su cuerpo al vaivén de las olas entre las cuales su cola se movía mansa y tranquila como un péndulo, agregó, mirando fijamente a la viuda:
– A propósito, qué ojos tan bellos tenéis, señora mía.
–Os parecen bellos – repuso la señora Glicina – porque vos los necesitáis, pero a mí sólo me sirven para llorar. A veces pienso –agregó– que si no tuviésemos ojos, no lloraríamos; no tendrían por dónde salir las lágrimas...
–Oh, entonces saldrían del lado izquierdo del pecho o de aquí, de la frente dijo señalando la suya donde brillaba una perla rosada.
–Y ¿qué haréis si mañana, a la hora en que el horizonte corte por la mitad el disco rojo del sol, no habéis encontrado nuevos ojos, nueva copa de sangre y nuevo azahar de durazno?
–Ya lo veis, moriré. Moriré antes de volver a mi palacio donde no me reconocerían y donde me tomarían por un mondacarpas...
Y sollozó larga, dolorosa y conmovedoramente.
–¿Qué darías, oh rey de oro, por conseguir estas tres cosas?
–Daría todo lo que me fuera solicitado. Hasta mi reino. ¡Y qué cosas podría dar! Podría dar el secreto de la felicidad a todos los que no fueran de mi reino. Todo lo que los hombres anhelan está en el fondo del mar. Del mar nació el primer germen de la vida. Aquí, un Hipocampo de oro antecesor mío, fue rey de los hombres cuando los hombres sólo eran protozoarios, infusorios, gérmenes, células vitales. Aquí, en el mar, están sepultadas las más altas y perfectas civilizaciones, aquí vendrán a sepultarse las que existen y las que existirán. El mar fue el origen y será la tumba de todo. Vuestra felicidad, que consiste en desear aquello que no podéis obtener, existe aquí, entre las aguas sombrías. Yo os podría dar todo lo que me pidierais. Tengo yo en la tierra un amigo a quien mi más antiguo abuelo, hizo un gran servicio. El, si pudiera caminar, vendría a mí y me daría lo que tengo menester cada luna. Pero él es inmóvil y está pegado a la tierra. El debe la vida y posee una virtud, merced a uno de mi familia. ¿Vos necesitáis algo?
–Sí, dijo la señora Glicina–. Yo amé a un príncipe rutilante que vino del mar. Le amé una noche. Y me dijo: Cuando pasen tres años, tres meses, tres semanas y tres noches, ve hacia el sur, por la orilla y nacerá el fruto de nuestro amor como tú lo desees... Y he venido y aquí me veis. Y os daría mis ojos, os llenaría la copa de sangre y buscaría el durazno de las dos almendras, si vos me dierais el secreto para que nazca el fruto de mi amor tal como yo lo deseo...
Brillaron en la noche los ojos ya mortecinos del Hipocampo de oro, alegrose su faz y tembló de emoción.
–Pues bien – dijo el Hipocampo de oro–. Vuestro hijo nacerá. Oídme y obedecedme. Iréis caminando hacia el oriente. Encontraréis un bosque, penetraréis a él, cruzaréis un río caudaloso y terrible y cuando éste os envuelva en sus vórtices diréis: "La flor de durazno de las dos almendras, la copa de sangre y las pupilas mías son para el Hipocampo de oro" y llegaréis a la orilla opuesta. Lo demás vendrá solo. Cuando tengáis la flor de los tres pétalos, vendréis con ella, me entregaréis vuestras pupilas, me daréis la copa de sangre y la flor del durazno, y moriréis en seguida, pero vuestro hijo habrá nacido ya. ¿Estáis resuelta?
–Estoy resuelta, dijo la señora Glicina. Y marchó hacia el punto señalado.

Tal como se lo había dicho el rey, la señora Glicina llegó a la orilla del río caudaloso. Pero había llegado con las carnes desgarradas, con las uñas fuera de los dedos, y apenas podía tenerse en pie. Sentose bajo la copa de un árbol y cayeron sobre ella, como alas de mariposas blancas los pétalos de un durazno en flor.
–¿Dónde estará el Durazno de las dos almendras? – exclamó.
–¿Quién me quiere? – susurró entre la brisa una dulce voz.
–El rey del mar, el Hipocampo de oro, me manda a ti. Vengo por el azahar de los tres pétalos que crece en el Durazno de las dos almendras.
–Es lo más amado que tengo, dijo el Durazno, pero es para el rey que fue bueno conmigo. ¡Córtalo!
Y la señora Glicina cortó el azahar, y el Durazno se quedó llorando.

Muy poco faltaba para que la línea del horizonte cortara por la mitad el disco del sol cuando llegó la señora Glicina. El Hipocampo de oro la esperaba lleno de angustia.
–¡Llena mi copa de sangre! – dijo.
Y la dama sin lanzar un grito de dolor, se abrió el pecho, cortó una arteria y la sangre brotó en un chorro caliente haciendo espuma hasta llenar la copa del rey que la bebió de un sorbo.
–¡Dame el azahar del Durazno de las dos almendras! – dijo.
Y la dama, sin lanzar un grito de dolor, le dio los tres pétalos que el rey guardó en el corazón de una perla.
–¡Dame tus ojos que son míos! – dijo.
Y la dama, sin lanzar una queja, se arrancó para siempre la luz y entregó sus ojos al Hipocampo de oro, que se los puso en las cuencas ya vacías.
–¡Ahora dame mi hijo! – exclamó.
–Llévate el tallo del cual has arrancado los tres pétalos y mañana tu hijo nacerá. ¿Qué quieres que le dé? Puedo darle todas las virtudes que los hombres tienen, puedo ponerle de una de ellas doble porción, pero sólo de una... ¿Cuál porción quieres que le duplique?
–¡La del amor! – dijo la dama.
–Sea. ¡Adiós! Tú lo quieres así. Mañana, después del crepúsculo morirás, pero tu hijo vivirá para siempre.
–Gracias, gracias, ¡oh rey del mar! ¿Qué vale lo que te he dado cuando tú me has dado un hijo?...
Las últimas palabras no las oyó el Hipocampo de oro porque ya su cuerpo rollizo y torneado, se había hundido en el mar dejando una estela rutilante entre las ondas frágiles.

miércoles, 26 de agosto de 2009

EL VUELO DE LOS CONDORES DE ABRAHAM VALDELOMAR (cuento)


Aquel día demoré en la calle y no sabía qué decir al volver a casa. A las cuatro salí de la Escuela, deteniéndome en el muelle, donde un grupo de curiosos rodeaba a unas cuantas personas. Metido entre ellos supe que había desembarcado un circo.-Ese es el barrista -decían unos, señalando a un hombre de mediana estatura, cara angulosa y grave, que discutía con los empleados de la aduana.-Aquél es el domador. Y señalaban a sujeto hosco, de cónica patilla, con gorrita, polainas, fuete y cierto desenfado en el andar. Le acompañaba una bella mujer con flotante velo lila en el sombrero; llevaba un perrillo atado a una cadena y una maleta.-Éste es el payaso -dijo alguien.El buen hombre volvió la cara vivamente:-¡Qué serio!-Así son en la calle.Era éste un joven alto, de movibles ojos, respingada nariz y ágiles manos. Pasaron luego algunos artistas más; y cogida de la mano de un hombre viejo y muy grave, una niña blanca, muy blanca, sonriente, de rubios cabellos, linda y morenos ojos. Pasaron todos. Seguí entre la multitud aquel desfile y los acompañé hasta que tomaron el cochecito, partiendo entre la curiosidad bullanguera de las gentes.Yo estaba dichoso por haberlos visto. Al día siguiente contaría en la Escuela quiénes eran, cómo eran, y qué decían. Pero encaminándome a casa, me di cuenta de que ya estaba obscureciendo. Era muy tarde. Ya habrían comido. ¿Qué decir? Sacome de mis cavilaciones una mano posándose en mi hombro.-¡Cómo! ¿Dónde has estado?Era mi hermano Anfiloquio. Yo no sabía qué responder.-Nada -apunté con despreocupación forzada- que salimos tarde del colegio...-No puede ser; porque Alfredito llegó a su casa a la cuatro y cuarto...Me perdí. Alfredito era hijo de don Enrique, el vecino; le habían preguntado por mí y había respondido que salimos juntos de la Escuela. No había más. Llegamos a casa. Todos estaban serios. Mis hermanos no se atrevían a decir palabra. Felizmente, mi padre no estaba y cuando fui a dar el beso a mamá, ésta sin darle la importancia de otros días, me dijo fríamente:-Cómo jovencito, ¿éstas son horas de venir?... Yo no respondí nada. Mi madre agregó:-¡Está bien!...Metime en mi cuarto y me senté en la cama con la cabeza inclinada. Nunca había llegado tarde a mi casa. Oí un manso ruido: levanté los ojos. Era mi hermanita. Se acercó a mí tímidamente.-Oye -me dijo tirándome del brazo y sin mirarme de frente-, anda a comer...Su gesto me alentó un poco. Era mi buena confidente, mi abnegada compañera, la que se ocupaba de mí con tanto interés como de ella misma.¿Ya comieron todos? le interrogué. -Hace mucho tiempo. ¡Si ya vamos a acostarnos! Ya van a bajar el farol...-Oye, -le dije-, ¿y qué han dicho?...-Nada; mamá no ha querido comer…Yo no quise ir a la mesa. Mi hermana salió y volvió al punto trayéndome a escondidas un pan, un plátano y unas galletas que le habían regalado en la tarde.-Anda, come, no seas zonzo. No te van a hacer nada... Pero eso sí, no lo vuelvas a hacer…-No, no quiero.-Pero oye, ¿dónde fuiste?...Me acordé del circo. Entusiasmado pensé en aquel admirable circo que había llegado, olvidé a medias mi preocupación, empecé a contarle las maravillas que había visto. ¡Eso era un circo!-Cuántos volatineros hay -le decía, un barrista con unos brazos muy fuertes; un domador muy feo, debe ser muy valiente porque estaba muy serio. ¡Y el oso! ¡En su jaula de barrotes, husmeando entre las rendijas!¡Y el payaso!... ¡pero qué serio es el payaso! Y unos hombres, un montón de volatineros, el caballo blanco, el mono, con su saquito rojo, atado a una cadena. ¡Ah, es un circo espléndido!-¿Y cuándo dan función?-El sábado...E iba a continuar, cuando apareció la criada:-Niñita, ¡a acostarse!Salió mi hermana. Oí en la otra habitación la voz de mi madre que la llamaba y volví a quedarme solo, pensando en el circo, en lo que había visto y en el castigo que me esperaba.Todos se habían acostado ya. Apareció mi madre, sentose a mi lado y me dijo que había hecho muy mal. Me riñó blandamente, y entonces tuve claro concepto de mi falta. Me acordé de que mi madre no había comido por mí: me dijo que no se lo diría a papá, porque no se molestase conmigo. Que yo la hacía sufrir, que yo no la quería...¡Cuán dulces eran las palabras de mi pobrecita madre! ¡Qué mirada tan pesarosa con sus benditas manos cruzadas en el regazo! Dos lágrimas cayeron juntas de sus ojos, y yo que hasta ese instante me había contenido no pude más y, sollozando, le besé las manos. Ella me dio un beso en la frente. ¡Ah, cuán feliz era, qué buena era mi madre, que sin castigarme, me había perdonado!Me dio después muchos consejos, me hizo rezar "el bendito", me ofreció la mejilla, que besé, y me dejó acostado.Sentí ruido al poco rato. Era mi hermanita. Se había escapado de su cama descalza; echó algo sobre la mía, y me dijo volviéndose a la carrera y de puntitas como había entrado:-Oye, los dos centavos para ti, y el trompo también te lo regalo...Soñé con el circo. Claramente aparecieron en mi sueño todos los personajes. Vi. desfilar a todos los animales. El payaso, el oso, el mono, el caballo, y en medio de ellos, la niña rubia, delgada, de ojos negros, que me miraba sonriente. ¡Qué buena debía ser esa criatura tan callada y delgaducha! Todos los artistas se agrupaban, bailaba el oso, pirueteaba el payaso, giraba en la barra el hombre fuerte, en su caballo blanco daba vueltas al circo una bella mujer, y todo se iba borrando en mi sueño, quedando sólo la imagen de la desconocida niña con su triste y dulce mirada lánguida.Llegó el sábado. Durante el almuerzo, en mi casa, mis hermanos hablaron del circo. Exaltaban la agilidad del barrista, el mono era un prodigio, jamás había llegado un payaso más gracioso que "Confitito"; qué oso tan inteligente y luego... todos los jóvenes de Pisco iban a ir aquella noche al circo...Papá sonreía aparentando seriedad. Al concluir el almuerzo sacó pausadamente un sobre.-¡Entradas! - cuchichearon mis hermanos.-Sí, entradas. ¡Espera!...-¡Entradas! -insistía el otro.El sobre fue al poder de mi madre.Levantose papá y con él la solemnidad de la mesa; y todos saltando de nuestros asientos, rodeamos a mi madre.-¿Qué es? ¿Qué es? ...-Estarse quietos o... ¡no hay nada!Volvimos a nuestros asientos. Abriose el sobre y ¡oh, papelillos morados!Eran las entradas para el circo; venían dentro de un programa. ¡Qué programa! ¡Con letras enormes y con los artistas pintados! Mi hermano mayor leyó. ¡Qué admirable maravilla!El afamado barrista Kendall, el hombre de goma; el célebre domador Mister Glandys; la bellísima amazona Miss Blutner con su caballo blanco, el caballo matemático; el graciosísimo payaso "Confitito", rey de los payasos del Pacífico, y su mono; y el extraordinario y emocionante espectáculo "El Vuelo de los Cóndores", ejecutado por la pequeñísima artista Miss Orquídea.Me dio una corazonada. La niña no podía ser otra... Miss Orquídea. ¿Y esa niña frágil y delicada iba a realizar aquel prodigio? Celebraron alborozados mis hermanos el circo; y yo, pensando, me fui al jardín, después a la Escuela, y aquella tarde no atravesé palabra con ninguno de mis camaradas.A las cuatro salí del colegio, y me encaminé a casa. Dejaba los libros cuando sentí ruido y las carreras atropelladas de mis hermanos.-¡EI "convite"! ¡EI "convite"!...-¡Abraham, Abraham! -gritaba mi hermanita -¡Los volatineros!Salimos todos a la puerta. Por el fondo de la calle venía un grupo enorme de gente que unos cuantos músicos precedían. Avanzaron. Vimos pasar la banda de músicos con sus bronces ensortijados y sonoros, el bombo iba delante dando atronadores compases, después en un caballo blanco, la artista Miss Blutner, con su ceñido talle, sus rosadas piernas, sus brazos desnudos y redondos. Precioso atavío llevaba el caballo, que un hombre con casaca roja y un penacho en la cabeza, lleno de cordones, portaba de la brida: después iba Mister Kendall, en traje de oficio, mostrando sus musculosos brazos, en otro caballo. Montaba el tercero Miss Orquídea, la bellísima criatura, que sonreía tristemente; enseguida el mono, muy engalanado, caballero en un asno pequeño, y luego "Confitito", rodeado de muchedumbre de chiquillos que palmoteaban a su lado llevando el compás de la música.En la esquina se detuvieron y "Confitito" entonó al son de la música esta copla:Los jóvenes de este tiempo usan flor en el ojal y dentro de los bolsillos no se les encuentra un real...Una algaraza estruendosa coreó las últimas palabras del payaso. Agitó éste su cónico gorro, dejando al descubierto su pelada cabeza. Rompió el bombo la marcha y todos se perdieron por el fin de la plazoleta hacia los rieles del ferrocarril para encaminarse al pueblo.Una nube de polvo los seguía y nosotros entramos a casa nuevamente, en tanto que la caravana multicolor y sonora se esfumaba detrás de los toñuces, en el salitroso camino.Mis hermanos apenas comieron. No veíamos la hora de llegar al circo. Vestimonos todos, y listos, nos despedimos de mamá. Mi padre llevaba su "Carlos Alberto".Salimos, atravesamos la plazuela, subimos la calle del tren, que tenía al final una baranda de hierro, y llegamos al cochecito, que agitaba su campana. Subimos al carro, sonó el pitear de partida; una trepidación; soltose el breque, chasqueó el látigo, y las mulas halaron.Llegaron por fin al pueblo y poco después al circo. Estaba éste en una estrecha calle. Un grupo de gente se estacionaba en la puerta que iluminaban dos grandes aparatos de bencina de cinco luces.A la entrada, en la acera, había mesitas, con pequeños toldos, donde en floreados vasos con las armas de la patria estaba la espumosa blanca chicha de maní, la amarilla de garbanzos y la dulce de "bonito", las butifarras que eran panes en cuya boca abierta el ají y la lechuga ocultaban la carne; los platos con cebollas picadas en vinagre, la fuente de "escabeche" con sus yacentes pescados, "la causa", sobre cuya blanda masa reposaba graciosamente el rojo de los camarones, el morado de las aceitunas, los pedazos de queso, los repollos verdes y el "pisco" oloroso, alabado por las vendedoras...Entramos por un estrecho callejoncito de adobes, pasamos un espacio pequeño donde charlaban gentes, y al fondo, en un inmenso corralón, levantábase la carpa. Una gran carpa, de la que salían gritos, llamadas, piteos, risas. Nos instalamos. Sonó una campanada.-¡Segunda! -gritaron todos, aplaudiendo.El circo estaba rebosante. La escalonada muchedumbre formaba un gran círculo, y delante de los bajos escalones, separada por un zócalo de lona, la platea, y entre ésta y los palcos que ocupábamos nosotros, un pasadizo. Ante los palcos estaba la pista, la arena donde iban a realizarse las maravillas de aquella noche.Sonó largamente otro campanillazo.-¡Tercera! ¡Bravo, bravo!La música comenzó con el programa:"Obertura por la banda". Presentación de la compañía. Salieron los artistas en doble fila.Llegaron al centro de la pista y saludaron a todas partes con una actitud uniforme, graciosa y peculiar; en el centro, Miss Orquídea con su admirable cuerpecito, vestido de punto, con zapatillas rojas, sonreía.Salió el barrista, gallardo, musculoso, con sus negros, espesos y retorcidos bigotes. ¡Qué bien peinado! Saludó. Ya estaba lista la barra. Sacó un pañuelo de un bolsillo secreto en el pecho, colgose, giró retorcido vertiginosamente, parose en la barra, pendió de corvas, de brazos, de vientre; hizo rehilete y, por fin, dio un gran salto mortal y cayó en la alfombra, en el centro del circo. Gran aclamación. Agradeció. Después todos los números del programa. Pasó Miss Blutner corriendo en su caballo; contó éste con la pata desde uno hasta diez; a una pregunta que le hizo su ama de si dos y dos eran cinco, contestó negativamente con la cabeza, en convencido ademán. Salió Mister Glandys con su oso; bailó éste acompasado y socarrón, pirueteó el mono, se golpeó varias veces el payaso y, por fin, el público exclamó al terminar el segundo entreacto:-¡EI Vuelo de los Cóndores!Un estremecimiento recorrió todos mis nervios. Dos hombres de casaca roja pusieron en el circo, uno frente a otro, unos estrados altos, altísimos, que llegaban hasta tocar la carpa. Dos trapecios colgados del centro mismo de ésta oscilaban, Sonó la tercera campanada y apareció entre dos artistas Miss Orquídea con su apacible sonrisa; llegó al centro, saludó graciosamente, colgose de una cuerda y la ascendieron al estrado. Parose en él delicadamente, como una golondrina en un alero breve. La prueba consistía en que la niña tomase el trapecio que, pendiendo del centro, le acercaban con unas cuerdas a la mano, y, colgada de él, atravesara el espacio, donde otro trapecio la esperaba, debiendo en la gran altura cambiar de trapecio y detenerse nuevamente en el estrado opuesto.Se dieron las voces, se soltó el trapecio opuesto, y en el suyo la niña se lanzó mientras el bombo -detenida la música- producía un ruido siniestro y monótono. ¡Qué miedo, qué dolorosa ansiedad!¡Cuánto habría dado yo porque aquella niña rubia y triste no volase!Serenamente realizó la peligrosa hazaña. El público silencioso y casi inmóvil la contemplaba y cuando la niña se instaló nuevamente en el estrado y saludó, segura de su triunfo, el público la aclamó con vehemencia.La aclamó mucho. La niña bajó, el público seguía aplaudiendo. Ella, para agradecer hizo unas pruebas difíciles en la alfombra, se curvó, su cuerpecito se retorcía como un aro, y enroscada, giraba como un extraño monstruo, el cabello despeinado, el color encendido. El público aplaudía más, más. El hombre que la traía en el muelle de la mano habló algunas palabras con los otros. La prueba iba a repetirse.Nuevas aclamaciones. La pobre niña obedeció al hombre adusto casi inconscientemente. Subió. Se dieron as voces. El público enmudeció, el silencio se hizo en el circo y yo hacía votos, con los ojos fijos en ella, porque saliese bien de la prueba. Sonó una palmada y Miss Orquídea se lanzó… ¿Qué le pasó a la niña? Nadie lo sabía. Cogió mal el trapecio, se soltó a destiempo, titubeó un poco, dio un grito profundo, horrible pavoroso y cayó como una avecilla herida en el vuelo. Sobre la red del circo, que la salvó de la muerte. Rebotó en ella varias veces. El golpe fue sordo. La recogieron, escupió y vi mancharse de sangre su pañuelo, perdida en brazos de esos hombres y en medio del clamor de la multitud.Papá nos hizo salir, cruzamos las calles, tomamos el cochecito y yo, mudo y triste, oyendo los comentarios, no sé que cosas pensaba contra esa gente. Por primera vez comprendí entonces que había hombres muy malos…Pasaron algunos días. Yo recordaba siempre con tristeza a la pobre niña; la veía entrar al circo, vestida de punto, sonriente, pálida; la veía después caída, escupiendo sangre en el pañuelo, ¿dónde estaría? El circo seguía funcionando. Mi padre no quiso que fuéramos más. Pero ya no daban el Vuelo de los Cóndores. Los artistas habían querido explotar la piedad del público haciendo palpable la ausencia de Miss Orquídea.El sábado siguiente, cuando había vuelto de la Escuela, y jugaba en el jardín con mi hermana, oímos música o-¡El convite! ¡Los volatineros!...Salimos en carrera loca. ¿Vendría Miss Orquídea?...¡Con qué ansia vi acercarse el desfile! Pasó el bombo sordo con sus golpes definitivos, los músicos con sus bronces ensortijados, platillos estridentes, los acróbatas, y después, después el caballo de Miss Orquídea, solo, con un listón negro en la cabeza... Luego el resto de la farándula, el mono impasible haciendo sus eternas muecas sin sentido…¿Dónde estaba Miss Orquídea? ...No quise ver más; entré a mi cuarto y por primera vez, sin saber por qué, lloré a escondidas la ausencia de la pobrecita artista.Algunos días más tarde, al ir, después del almuerzo, a la Escuela, por la orilla del mar, al pie de las casitas que llegan hasta la ribera y cuyas escalas mojan las olas a ratos, salpicando las terrazas de madera, senteme a descansar, contemplando el mar tranquilo y el muelle, que a la izquierda quedaba.Volví la cara al oír unas palabras en la terraza que tenía a mi espalda y vi algo que me inmovilizó. Vi una niña muy pálida, muy delgada, sentada, mirando desde allí el mar. No me equivocaba: era Miss Orquídea, en un gran sillón de brazos, envuelta en una manta verde, inmóvil.Me quedé mirándola largo rato. La niña levantó hacia mí los ojos y me miró dulcemente. ¡Cuán enferma debía estar! Seguí a la Escuela y por la tarde volví a pasar por la casa. Allí estaba la enfermita, sola. La miré cariñosamente desde la orilla; esta vez la enferma sonrió, sonrió. ¡Ah, quién pudiera ir a su lado a consolarla! Volví al otro día, y al otro, y así durante ocho días. Éramos como amigos. Yo me acercaba a la baranda de la terraza, pero no hablábamos. Siempre nos sonreíamos mudos y yo estaba mucho tiempo a su lado.Al noveno día me acerqué a la casa. Miss Orquídea no estaba. Entonces tuve una sospecha: había oído decir que el circo se iba pronto. Aquél día salía el vapor. Eran las once, crucé la calle y atravesé el jirón de la Aduana. En el muelle vi a algunos de los artistas con maletas y líos, pero la niña no estaba. Me encamine a la punta del muelle y esperé en el embarcadero. Pronto llegaron los artistas en medio de gran cantidad del pueblo y de granujas que rodeaban al mono y al payaso. Y entre Miss Blutner y Kendall, cogida de los brazos, caminando despacio, tosiendo, tosiendo, la bella criatura.Metíme entre las gentes para verla bajar al bote desde el embarcadero. La niña buscó algo con los ojos, me vio, sonrió muy dulcemente conmigo y me dijo al pasar junto a mí:-Adiós...-Adiós…Mis ojos la vieron bajar en brazos de Kendall al botecillo inestable; la vieron alejarse de los mohosos barrotes del muelle; y ella me miraba triste con los ojos húmedos; sacó su pañuelo y lo agitó mirándome; yo la saludaba con la mano, y así se fue esfumando, hasta que sólo se distinguía el pañuelo como una ala rota, como una paloma agonizante, y por fin, no se vio más que el bote pequeño que se perdía tras el vapor...Volví a mi casa, y a las cinco, cuando salí de la Escuela, sentado en la terraza de la casa vacía, en el mismo sitio que ocupara la dulce amiga, vi perderse a lo lejos en la extensión marina el vapor, que manchaba con su cabellera de humo el cielo sangriento del crepúsculo.Abraham ValdelomarIca 1888-Ayacucho 1919

sábado, 22 de agosto de 2009

Cuento: EL TORITO DE LA PIEL BRILLANTE

EL TORITO DE LA PIEL BRILLANTE
José Maria Arguedas Altamirano


Este era un matrimonio joven. Vivía en una comunidad. El hombre tenía una vaquita, una sola vaquita, Ambos le alimentaban dándole toda clase de comidas. La criaban en la puerta de la cocina. Nunca la llevaron fuera de la casa y no se cruzó con macho alguno. Sin embargo, de repente apareció preñada. Y Parió un becerrito color marfil, de piel brillante. Apenas cayó al suelo mugió enérgicamente.
El becerrito aprendió a seguir a su dueño; como un perro iba tras de él por todas partes. Y ninguno solía caminar solo; ambos estaban juntos siempre. El becerro olvidaba a su madre; sólo iba donde ella para mamar. Apenas el hombre salía de la casa el becerro lo seguía.
Cierto día e! hombre fue a la orilla de un lago a cortar leña. El becerro lo acompañó. El hombre hizo su carga, se la echó al hombro y luego se dirigió a su casa. No se acordó de llamar al torito. Éste se quedo a la orilla del lago comiendo la totora que crecía en la playa.
Cuando estaba arrancando la totora, salió un toro negro, viejo y alto, del fondo del agua. Estaba encantado, era el Demonio que tomaba esa figura. Entre ambos concertaron una pelea. El toro negro dijo al becerro:
___ Ahora mismo tienes que luchar conmigo. Tenemos que saber cuál de los dos tiene mas poder. Si tú me vences, te salvarás; si te venzo yo, te arrastraré hasta el fondo del lago.
___ Hoy mismo no ___ Contestó el torito ___Espera que pida licencia a mi dueño; que me despida de él Mañana lucharemos. Vendré al amanecer
___ Bien - Dijo el toro viejo - Saldré al mediodía. Si no te encuentro a ésta hora, iré a buscarte en una litera de fuego, y te arrastraré a ti y a tu dueño.
___ Está bien. A la salida del sol apareceré de estos montes ___ Contestó el torito.
Así fue como se concertó la apuesta, solemnemente.
Cuando el hombre llegó a su casa, su mujer lo preguntó:
___ ¿Dónde está nuestro becerrito?
Sólo entonces él dueño se dio cuenta de que el torito no había vuelto con él. Y dijo:
___¿Dónde estará?
Salió de la casa a buscarlo por el camino del lago.- Lo encontró en la montaña, venía mugiendo de instante en instante.
___¿Qué fue lo que hiciste?__ ¡Tu dueña me ha reprendido por tu culpa! Debiste regresar inmediatamente__ Le dijo el hombre muy enojado.
El torito contestó:
___¡Ay! ¿Por qué no me llamaste, dueño mío? ¡No sé qué ha de sucederte!
__¿Qué es lo te ha ocurrido? ¿Qué ha de sucederme?_ Preguntó el hombre.
___Hasta hoy nomás hemos caminado juntos, dueño mío. Nuestro camino común se ha de acabar.
___¿Por qué? ¿Por qué causa?__ Volvió a preguntar el hombre.
Me he encontrado con el poderoso, con mi gran señor. Mañana tengo que ir a luchar con él. Mis fuerzas no pueden alcanzar sus fuerzas. Hoy él tiene un gran aliento. ¡Ya no volveré! Me ha de hundir en el lago_ Dijo el torito.
Al oír esto, el hombre lloró. Y cuando (legaron a la casa, lloraron ambos, el hombre y la mujer.
____ ¡Ay mí torito! ¡Ay mi criatura! ¿Con qué vida, con qué alma nos has de dejar?
Y de tanto llorar se quedaron dormidos.
Y así, al amanecer, cuando aún quedaban sombras, muchas sombras cuando aún no había luz, se levantó el torito y se dirigió hacia la puerta de la casa de sus dueños y Jes hablo así:
___ Ya me voy. Quedaos, pues, juntos.
. __No, no! ¡No te vayas!__ Le contestaron llorando__
Aunque venga tu señor, tu encanto, nosotros le destrozaremos los cuernos.
___No podréis - Contestó el torito.
___ Sí; hemos de poder. ¡Espera!
Pero el torito salió hacia la montaña.
___Subirás a la cumbre y muy a ocultas, me verás desde allí___Dijo
El hombre corrió, le dio alcance se colgó de su cuello. Lo abrazó fuertemente.
___No puedo, no puedo quedarme!__ Le decía el torito.
___iremos juntos!.___
___No, mi dueño. Sería peor, ¡Me vencería! Quizá yo solo, de algún modo pueda salvarme___
___¿Y cómo ha de ser mi vida si tú te vas?__ Decía y lloraba el dueño.
En ese instante el sol salía, ascendía en el cielo.
___Juntos viviréis, juntos os ayudaréis, mi dueño. No me
atajes, mira que el sol ya está subiendo. Anda a la cumbre y mírame desde allí__ Rogó el torito.
___Entonces no hay nada que hacer_ Dijo el hombre; y se quedó en el camino. El torito se marchó.
El dueño subió al cerro y llegó a la cumbre. Allí se tendió; oculto en la paja miró al lago. El torito llego a la ribera; empezó a mugir, poderosamente; escarbaba el suelo y echaba el polvo al aire. Así estuvo largo rato, mugiendo y aventando tierra; solo, en la playa.
Y el agua del lago empezó a moverse; se agitaba de un extremo a otro; hasta que salió de su fondo un toro negro, grande y alto como las rocas. Escarbando la tierra, aventando polvo, se acercó el torito blanco. Se encontraron y empezó la lucha.
Era el mediodía y seguían peleando. Ya arriba, ya abajo, ya hacia el cuerpo, ya hacia el agua, el torito luchaba; su cuerpo blanco se agitaba en la playa. Pero el toro negro lo empujaba, poco a poco lo empujaba hacia el agua. Y al fin, le hizo llegar hasta el borde del lago, y de un gran astazo lo arrojó al fondo; entonces el toro negro dio un salto y se hundió tras del torito de la piel brillante. Ambos se perdieron en el agua. El hombre lloró a gritos; bramando como un toro descendió la montaña; entró a su casa y cayó desvanecido. La mujer lloró sin consuelo.
Hombre y mujer criaron a la vaca, a la madre del becerrito blanco, con grandes cuidados, amándola mucho, con la esperanza de que apareciera un torito igual al que perdieron. Pero transcurrieron los años y la vaca permaneció estéril. Y así, los dueños pasaron el resto de su vida en la tristeza y el llanto.
(Cuento quechua recogido en el Cusco por el padre Jorge Lira. Publicado por José María Arguedas)